LA BELLEZA DEL SIMULACRO

Paula Loren*, Córdoba, 2016

El tiempo de la naturaleza, (como el de los dioses), es distinto al tiempo de los hombres. En medio de los excesos de ésta, de sus redundancias, que descolocan nuestro examen racional del mundo, nos asalta la conciencia acerca de la finitud de lo vivo, mientras sentimos nuestra pequeñez ante un infinito que podemos enunciar, pero que nos resulta imposible pensar y mucho menos experimentar. Resultaría conmovedor pensar en los humanos, esos seres finitos capacitados para pensar lo infinito, vengándose de aquella naturaleza desafiante convirtiéndola en paisaje, guiando la mirada de los que vendrían después, transformándola en mero escenario en el que desarrollar las historias de sus héroes mitológicos, sus profetas o sus burgueses, confinándola al espacio de unos cuantos metros de tela entre bastidores. El arte iba a ocuparse a partir del Renacimiento de educar nuestra mirada acerca de esa construcción cultural que es el paisaje. Desde entonces y a través de ojos ajenos, descubriríamos la belleza sublime de la naturaleza. Siglos después, algunos artistas como Constable o Turner, tuvieron que elegir entre convertirse en lo que Gombrich denominó como pintores-poetas, o colocarse ante aquello que observaban y plasmarlo con toda la perseverancia y sinceridad de la que fueran capaces.

Los paisajes que Julia Romano trae a nuestros ojos son deudores de toda esa tradición y se reconocen como una construcción entre naturaleza y poesía, se reclaman a sí mismos como una ficción fruto de la mirada particular de quien los ha creado y como todo paisaje, reflejan un rasgo de época, que en este caso es difuminar la barrera entre lo artificial y lo orgánico hasta llevarnos a la confusión, invitándonos a reflexionar, desde aquí, acerca de nuestra manera de mirar todo paisaje que nos circunde como algo fabricado por la mano o por el ojo humano.

Con los siglos, la memoria se nos llenó de imágenes, pero nos volvimos incapaces de mirar tal como lo hicieron los viajeros románticos y hoy no podemos escapar a la consciencia, constante, de poder ver los dos lados del tapiz. Sabemos que todo paisaje, toda cartografía, toda geografía urbana, está cargada de las intenciones de quien la diseña e inventamos como respuesta cartografías disidentes y nos convertimos en esos paisajistas-poetas, sabedores de que en el juego de máscaras entre lo real y lo ficticio reside, para el artista, la posibilidad de crear nuevos mundos. Julia Romano ha jugado a ese juego durante años y nos ha hecho preguntarnos por la realidad de las imágenes que coloca frente a nosotros, llevando hasta sus últimas consecuencias el supuesto del paisaje como construcción social. Tomando representaciones de viejos libros de pintura clásica europeos, fotografías propias e imágenes extraídas de medios masivos, compone con extrema sutileza, mundos imaginarios, pequeños engaños, de la misma forma que lo hicieron aquellos primeros renacentistas que nos enseñaban de alguna manera a observar el mundo a través de sus cuadros y de sus propias leyes. En este proceso de diálogo entre lo puramente natural y lo deliberadamente fabricado, sus obras han ido reclamando paulatinamente una estructura tridimensional, un cuerpo que irrumpa en el espacio, un ecosistema que invada el siempre aséptico “cubo blanco”. La misma idea que vertebra su creación bidimensional, se traslada a la construcción de arquitecturas paisajísticas, como pequeños ecosistemas, allá donde no se los espera. Estas islas de naturaleza artificial parecen ser el reclamo de un querer ir más allá haciendo tangible aquello que estaba contenido en una superficie plana, convirtiendo en táctil lo que antes era sólo visible. Julia Romano decide construir historias a partir de los elementos que encuentra en su lugar de pertenencia en el cual habita y ésta no es una tarea fácil, pues habitualmente el lugar en el que vivimos suele ser el blanco de nuestras más feroces críticas o, peor aún, de nuestra mayor indiferencia hacia aquello que tiene para mostrarnos.

Tratar el paisaje, en cualquiera de sus formas, es un desafío del que ni los espectadores, ni muchos artistas ajenos al género, son completamente conscientes. Despojado de argumento narrativo, en él la creación de sentimientos, de reacciones afectivas o intelectuales, requiere del desarrollo de una retórica propia. Tratar el paisaje, es tratar una experiencia única, irrepetible y subjetiva, como si fuera eterna. Al final, la bondad o el carácter de la obra de arte para ser calificada como tal, depende de unos pocos parámetros. Uno de ellos es la capacidad que ésta tenga para disparar reflexiones en nosotros más allá de sus propias formas.

La obra de Julia quiere ser un dispositivo para que, desde una perspectiva estética, nos cuestionemos las construcciones de sentido que se esconden detrás de los escenarios que habitamos día a día, sugiriendo que existen otras posibilidades allá donde no se las espera, pero que serán nuestras manos y nuestro propio empeño las que tendrán que construirlas.

*Curadora y crítica de arte madrileña residente en Córdoba, Argentina.